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martes, 27 de mayo de 2008

Solemnidad del Sagrado Corazon de Jesus: Tres Homilias



1.

1. La manifestación del amor divino

Muchos se preguntarán qué sentido tiene celebrar hoy la fiesta del Sagrado Corazón cuando, en realidad, ya lo hemos hecho el Viernes Santo. Quizá esta fiesta, relativamente reciente en la liturgia, nos diga de qué manera el culto pudo ser algo muerto que necesitó una fiesta especial para poner de relieve lo que no éramos capaces de descubrir en la rica liturgia de la Semana Santa.

Lo cierto es que hoy celebramos esta festividad y tenemos la ocasión, una vez más, de puntualizar ciertos aspectos que quizá han quedado aún en la penumbra. En primer lugar, debemos cuidarnos de creer que el centro de esta fiesta es un órgano fisiológico, el corazón. Hoy celebramos a Cristo, pero -de acuerdo con el concepto simbólico occidental del corazón- trataremos de ver a Cristo desde el ángulo que parece ser el más culminante: su amor. También debemos cuidarnos de caer en un barato sentimentalismo -del que no siempre estuvo exenta esta devoción- manoseando una vez más el concepto de amor y de corazón, para concluir en una especie de condolencia por los dolores que soportó Jesús.

Esta perspectiva enfermiza nada tiene que ver con el relato evangélico que nos presenta a Jesús totalmente consciente y libre en su entrega. Cuando las mujeres, camino del calvario, lloran por su dolor, Jesús rechaza discretamente este gesto haciéndoles descubrir que tenemos otras cosas muy nuestras y de todos los días por las cuales llorar. Hay que llorar más por el asesino que por el asesinado.

O dicho de otra forma: lo que realmente debe preocuparnos es el mal que, naciendo del corazón, entreteje la negra historia de la humanidad. En una perspectiva de fe, el verdadero muerto es siempre el pecador, y a él sí le caben las lágrimas del arrepentimiento. Basta recordar el caso de Pedro que, después de su negación, llora amargamente su pecado. ¿Por qué, entonces, celebramos hoy esta festividad del Sagrado Corazón? Para que comprendamos, si aún fuese necesario, que «en esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados... Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (segunda lectura).

Desde la perspectiva evangélica, la muerte de Jesús no fue una muerte más ni un hecho puramente biológico, sino que fue la manifestación del amor divino que se abría así como una nueva perspectiva de vida para todos los hombres.

No se trata, por lo tanto, de que hagamos hoy un análisis psicológico del amor de Cristo, sino de que comprendamos el alcance religioso de ese acontecimiento.

2. Lo que vio Juan: a Cristo muerto

El Evangelio de Juan puede ayudarnos en esta tarea de sondear el misterio del amor de Cristo, «escondido a los sabios y entendidos» y «revelado a la gente sencilla» (Evangelio).

Juan relata con cierta minuciosidad algo que «él vio y por eso su testimonio es verdadero» y «él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis» (Jn 19,31s). Llama la atención esta insistencia de Juan en la veracidad de su testimonio, como si detrás de él se ocultara algo fundamental para el cristiano.

¿Qué es lo que vio Juan y que hoy tenemos que ver nosotros, es decir, comprender? En primer lugar que, cuando los soldados se acercaron a Jesús para quebrar sus rodillas «vieron que estaba muerto».

Alguien dirá: Esto ya lo sabemos y no nos queda ninguna duda. ¿Es esto lo que vio Juan? ¿Qué quiere decirnos con eso de que estaba muerto?... No solamente que había concluido su vida, tal como sucede con todo hombre que muere. Hay algo más: Que en él había muerto todo el hombre; no solamente el aspecto biológico sino todo un sistema de vida.

Era el fin, para Jesús, de un modo de existencia; el fin de su vida afectiva, de sus sentimientos y deseos más íntimos, el fin de su voluntad... Por eso murió desnudo: porque allí se despojó totalmente de todo su ser, sobre todo de ese yo íntimo que nunca quiere entregarse.

Cuando una persona cualquiera va a morir, o cuando nosotros mismos nos imaginamos próximos a la muerte, no por eso «todo» muere en nosotros. Seguimos aferrados al orgullo, a una vana ilusión, a una pequeña venganza, a cierto impulso egoísta, y por encima de todas las cosas seguimos aferrados a nosotros mismos y nos resistimos a entregar ese Yo tan querido. Podremos morir, sí, pero forzados a abandonar la nave que no queremos dejar.

Cuando, en cambio, el Evangelio dice que Jesús murió, lo hace con un sentido muy especial: «Nadie me arranca la vida, soy yo quien la entrego... Nadie ama tanto a un amigo como quien da la vida por él.» Dicho y pensado de otro modo: podríamos decir que, aunque Jesús hubiese muerto biológicamente, en realidad ya había muerto a sí mismo; ya no se pertenecía. Todo el Evangelio nos muestra esta trayectoria de Jesús hacia su Hora, la hora de darse totalmente. Lo hizo a través de un duro aprendizaje, por un camino humillante; lo hizo a costa de sudor de sangre, violentándose a sí mismo porque sintió, igual que nosotros, la resistencia de la carne.

Bien recuerda Juan que «no le quebraron ninguno de sus huesos», aludiendo a la muerte del cordero pascual al que tampoco la ley permitía quebrarle los huesos (Ex 12,46). Jesús tomó plena conciencia en la cruz de lo tremendo del pecado humano, de la devastadora fuerza del egoísmo, de los crímenes que hacemos o pensamos, y asumió la responsabilidad de morir a ese hombre criminal (¡y hay muchas formas de matar al otro!) para lavar en un gesto absolutamente puro la historia del crimen de los hombres, de ese egoísmo humano que no quiere morir ni más allá de la muerte.

Murió como el cordero de Pascua, sin mancha alguna, habiendo purificado en sí mismo hasta la nada total todo rastro de egoísmo. Esto es lo que vio Juan... Ya vemos, entonces, qué lejos estamos de todo sentimentalismo; y cómo celebrar hoy ese amor total de Cristo es verlo no sólo muerto en sí mismo, sino verlo también muerto en cada uno de nosotros.

3. Un amor que da vida

Mas no termina aquí lo que vio Juan. Vio también cómo aquel soldado misterioso clavó su lanza en su corazón y de ese corazón surgió un chorro de sangre y agua. Bien había dicho el mismo Jesús: «Si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto.» Jesús murió totalmente a un estilo de vida para renacer a otro estilo que con tanto dolor había conquistado. Murió al hombre del egoísmo, para renacer al hombre del amor. Murió para que este hombre nuevo sea la imagen viviente de un Dios que «por puro amor os sacó de la esclavitud con mano fuerte» (primera lectura).

Es el hombre nuevo que abre su corazón para que de él surja como de una fuente de vida -el brote de la vida nueva por el Agua y el Espíritu. De ese Cristo surge la nueva humanidad que necesita morir a sí misma para beber el agua de la vida y para ofrecer a otros esa misma vida.

Ya no nos quedan dudas de que el barato sentimentalismo poco tiene que ver con esta festividad. Lo que parecía imposible, morir para renacer a una vida nueva -objeción que Nicodemo le hiciera a Jesús- se torna posible por la única fuerza del amor que el Espíritu derrama en nosotros.

De esta forma, toda la existencia cristiana está diseñada como un lento proceso de muerte y de vida, de clavarse en la cruz y de abrir el propio corazón para dar vida. El corazón es símbolo del amor, pero de un amor que da vida. No del amor que goza exclusivamente en la posesión de un bien adquirido, sino de un amor que se despoja a sí mismo y se complace en el gozo de la entrega.

Y mirando las cosas desde la cruz o desde el corazón abierto de Cristo, vemos que hay dos formas de amor el amor que se busca a sí mismo en la posesión deI otro, y el amor que se desprende de sí mismo para que el otro viva.

Jesús muere -y muere totalmente- para que nosotros seamos personas, seres libres, conscientes, colmados de la serena paz de una vida auténtica. Seguramente que en el Evangelio no encontraremos alta filosofía sobre el hombre, pero sí esta conclusión tan serena como dura: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (segunda lectura).

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 50 ss.

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2.

Se podría pensar que después de la solemnidad de la Santísima Trinidad, en la que culmina todo el Año Litúrgico, las celebraciones restantes sólo podrían significar un declive. Pero esto sería desconocer que el misterio trinitario de Dios sólo se nos revela mediante la entrega perfecta de Jesús. Tanto la solemnidad del Corpus Christi como la del Sagrado Corazón de Jesús son concreciones últimas del modo como se nos revela el Dios trinitario: el Padre nos da al Hijo en la Eucaristía realizada por el Espíritu; el corazón traspasado del Hijo nos da acceso al corazón del Padre; y el Espíritu de ambos brota de la herida para el mundo.

1. El evangelio designa a Jesús como «humilde de corazón", pero en un contexto eminentemente trinitario: la afirmación de que al conocimiento recíproco del Padre y del Hijo sólo tienen acceso aquellos a los que el Hijo se lo quiera revelar, y éstos son precisamente los pequeños, «la gente sencilla» o, en el sentido de Jesús, los «humildes»; aquellos, por tanto, que tienen ya sentimientos afines a los del Hijo. Pero el Hijo no tiene estos sentimientos únicamente a partir de su encarnación, sino que los tiene, como «Hijo» que es, desde toda la eternidad: su actitud frente al Padre, al que, como origen de la divinidad, designa como «más grande» que él mismo, su actitud de perfecta obediencia y disponibilidad, no es más que la respuesta a la actitud del Padre, que no oculta nada a su Hijo, sino que le da y le revela todo lo que Dios tiene y es, hasta lo último, hasta lo más profundo e íntimo de sí mismo. Es casi como si la «herida del costado» más original, de la que brota lo último, fuese la herida de amor del propio Padre, de la que hace brotar lo último que tiene. Cuando el Hijo encarnado invita a los que están cansados y agobiados a encontrar su alivio en él, está siendo en el mundo la imagen perfecta del Padre: su Espíritu es el mismo.

2. La primera lectura es de la Antigua Alianza, que todavía no conoce el misterio de la Trinidad de Dios, pero sabe ya, por la alianza pactada entre Dios e Israel, que en Dios hay un misterio de amor insondable. Aquí se prescinde de todas las razones lógicas que podrían explicar por qué debía elegirse precisamente a Israel y únicamente queda el amor como motivación de semejante condescendencia y elección divinas. Se recuerda ciertamente que con ello Dios se mantiene fiel al juramento hecho a los padres, pero de este modo la elección amorosa de Dios simplemente se traslada al tiempo de estos padres, en el que en el fondo Dios tenía aún menos motivos para preferir de una manera tan particular a unos pocos hombres, los patriarcas. Con la mirada puesta en el amor insondable de Dios, Israel pudo formular el «mandamiento principal», la respuesta de amor incondicional del pueblo a Dios.

3. Con la mirada puesta en el amor del Dios unitrino, manifestado en Jesucristo y demostrado en su pasión, puede Juan, en la segunda lectura, designar a Dios simplemente como «amor». Juan es ciertamente el testigo privilegiado que ha visto el corazón traspasado de Cristo en la cruz, confirmando el hecho de una manera triple y solemne; y en su carta repite una vez más el acontecimiento en el que ha leído su afirmación de que Dios es amor: «Nosotros hemos visto y damos testimonio», dice Juan como testigo ocular, que puede decir enseguida con la comunidad: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús celebramos la prueba última y definitiva de que el Dios trinitario no es sino amor: en un sentido absoluto e inconcebible que nos supera infinitamente.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 76 ss.

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3.

Deut 7, 6-11: Ustedes son para Dios
Sal 102, 1-4.8-9.11-12
1 Jn 4, 7-16: El amor viene de Dios

No se sabe de algún arqueólogo que haya descubierto, grabado en piedra allá por los comienzos del mundo, la figura de un corazón atravesado por una flecha. Los hombres primitivos debieron manifestar con otros signos ese sentimiento colosal y único que se llama enamoramiento. Pero en nuestra cultura, ya como seres erguidos y absolutamente pensantes, el signo de un corazón viene a ser como el desquite de la naturaleza humana ante un mundo cada vez más mecanizado. ¿Por qué la Iglesia no iba a señalar también en el corazón su propio signo de ternura para manifestar el amor de Dios a la humanidad? Es necesario ahora más que nunca en esta sociedad de máquinas y robots. Tenemos un mundo huérfano de cariño. Muchas veces también una Iglesia demasiado acartonada y rígida, como avergonzada de haber sido convocada nada más que por el amor. Porque eso es lo que representa el Corazón de Jesús: el amor derramado, regalado, comprometido con esta humanidad arisca, un amor dispuesto al sacrificio con tal de producir vida. Poco favor nos hacen esas figuras dulzonas del Corazón de Jesús y algunas devociones erráticas que buscan conjugar las matemáticas con la fe: nueve viernes, siete sábados, tres Avemarías...

El Corazón de Jesús nos muestra un amor inclaudicable por las causas del ser humano: por su valoración, su dignidad y su vida. Amor que llega hasta la cruz. Amor que no cuenta números sino que se entrega sin condiciones. Amor eficaz porque contagia vida.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO

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